
Después de acomodarnos en los coches y decidir hacer una parada técnica en Cenes para tomar café, nos pusimos en camino con el ánimo de ser disciplinados y no perder demasiado tiempo en los prolegómenos. Lamentablemente volvimos a hacer gala de que cada uno coge su propia verea: de los cuatro coches, tres pararon en bares distintos y el cuarto se salió del pueblo sin encontrar ninguno a su gusto. Después de improbos esfuerzos por reagruparnos, decidimos que cada quisqui se las apañara para llegar al punto de partida. Y es que en el fondo, la vena ácrata del grupo nos gasta esas malas jugadas.

Una vez nos pusimos a andar, todo transcurrio con la alegría y el dinamismo que nos caracteriza. El camino era fácil y la nieve pronto quiso acariciar la suela de nuestras botas. Sólo la travesía del rio San Juan ofrecía cierta dificultad. Pero la Verea no se arredra ante nada y homogéneamente cada uno optó por cruzarlo de una forma diferente: unos corriendo por el agua, otros descalzándose para no mojarse los calcetines, otros saltando como gacelas... En fin, cientos de soluciones para un minúsculo impedimento.

Desde la Morra se divisa un amplio horizonte de picos, montes y valles que, si otro mas versado hubiera hecho la crónica, podría haber enumerado llamándoles por su propio nombre. Pero como mi sabiduría no da para más, decir que volvimos por el mismo sendero, que para atravesar el

Al filo de las tres de la tarde abordamos los coches y enfilamos la carretera en busca del restaurante Los Puentes. Habíamos hecho un bonita excursión, habíamos coronado la cumbre, habíamos resuelto numerosas dificultades...ahora nos esperaba la meta final y verdadera: Antoñita (¿se llama así?) con su heladas cervezas y sus tapas mastodónticas. Misión cumplida.
Cronista: Jose A Mesa
Fotos: Antonio, Toñi y Juande